sábado, 11 de agosto de 2012

El dolor que te mata y da la vida

Hay un dolor que por muy aprendido que lo tengas te desgarra igual y de la misma forma cada vez. Es tan intenso y profundo que todo el esfuerzo que haces para superarlo es inútil!!! Es como nadar contra corriente en un día donde el mar es tan bravo que ni toda la intensidad en tus brazos consigue que avances un metro. Te arrastra tanto que sigues viendo la inmensidad del horizonte ante ti, sin fin, sin esperanza, sin medio alguno para llegar hasta él.

Hay un dolor tan interno que hace que tu corazón se reduzca al tamaño de una lenteja. Es como si te faltara el aire al respirar. Tienes que hacer tanta fuerza en el estómago para recuperar el aliento que sientes cómo tus músculos se contraen hasta llegar a tocar con tu espalda.
Hay un dolor tan devastador que arrasa con todos los pensamientos alentadores, con toda planificación de superarlo, con toda intencionalidad de esquivarlo. Es tan provocador y despiadado que consigue apoderarse de tú razón, de tus argumentos para dejarte desarmada y destruida.
Hay un dolor tan sintomático que no conoce de antídotos ni remedios. Es como un virus mutante que ha aprendido a superar todos los tratamientos utilizados y logra campar a sus anchas por el cuerpo invadido.
Hay un dolor que puede cortar el aire en dos mitades y hacer que esa separación se convierta en un agravante más de tu insuficiencia respiratoria.
Hay un dolor que tiene nombre y apellidos y la desfachatez de poderse traducir a todos los idiomas y tener tantas acepciones como personas que lo sienten para poder universalizarse. 
Ese dolor, que conozco y he sufrido desde varios ángulos, te anula e inmoviliza durante las primeras horas cual veneno no letal que te administra tu peor enemigo. 

Ese dolor, sin embargo, remite si logras controlarlo. Pierde su fuerza 10 conforme la lucha interna se abre paso en tus entrañas. Se alza un pequeño ejército de supervivientes en tu interior que con ahínco y esfuerzo van rompiendo las 
lianas
que se han ido formando a tu alrededor.
No es fácil, ni rápido, pero con el tiempo has alimentado ese grupo de liberadores con 
autoestima y esperanza, lo que les aporta valor y fuerza en la lucha.

Después viene la calma que sientes tras el desgaste. Empiezas a mover tus músculos según tu propia voluntad y no la de su destructor. El ritmo cardíaco se acompasa y empiezas a aliviarte. Vas recuperando el control de tu cuerpo y alma.
Sabes que es un pequeño triunfo pero que el dolor resurgirá por mucho que lo hayas vencido en este asalto.

Sabes que mientras seas más madre que mujer, más madre que amiga, Madre, más que nada, no dejarás de entablar estas batallas con tan imponente adversario.

Es curioso cómo mientras dejas de moverte puedes asistir a ese espectáculo desde fuera e identificar todos y cada uno de los efectos descritos.

El dolor de la añoranza, la nostalgia, la preocupación, te destruye en su primer ataque pero te hace más fuerte si logras alcanzar la victoria. No desesperes ni tampoco niegues. Volverá. Pero puedes volver también a rehacerte.